Los inmigrantes contribuirían más aún a nuestro bienestar si tuviéramos no ya la generosidad, sino el sentido práctico, de aprovechar sus mejores capacidades Por Antonio Muñoz Molina Miro a ese muchacho africano que me ofrece pañuelos de papel a la vuelta de una esquina o en la puerta del supermercado y me pregunto cuál será su historia, cómo es el lugar del que tuvo que irse, qué travesías escalofriantes habrá hecho hasta llegar aquí, a esta calle de Madrid en la que su identidad personal queda reducida a una presencia genérica, un negro que pide limosna o que ofrece pañuelos, y que extiende una palma endurecida y cóncava cuando se le da una moneda. Miro un momento sus ojos, pero aparto enseguida la mirada, por timidez o vergüenza, como cuando voy en el metro y no llevo monedas para dar al inmigrante, en este caso latinoamericano, que se empeña con una simpatía exasperada en vender cosas que no quiere nadie, bolígrafos con tintas de varios colores, pulseras, bolsitas de caramelos, yendo de un extremo a otro del vagón, con la mochila de sus mercancías al hombro. Los africanos que piden suelen ser jóvenes y fuertes. Los chamarileros voluntariosos del metro son hombres entrados en años, con acentos de países que cada vez es más fácil distinguir, porque en Madrid, en los últimos años, las tonalidades del español de América han añadido flexibilidad y dulzura a nuestro áspero castellano local: en las tiendas, en los bares, en los restaurantes, hasta en los taxis, donde ya van siendo más raras las broncas voces de las radios biliosas. Jóvenes venezolanos se juegan la vida pedaleando en bicicleta para llevar comida y bebida a domicilio a gente caprichosa, en medio del tráfico agresivo de las noches del fin de semana. En nuestras casas, las trabajadoras domésticas nos acostumbran a sabores latinos, enseñan canciones de su tierra a nuestros hijos y nietos, sacan a tomar el sol a los ancianos en sus sillas de ruedas; y el repartidor que llama a la puerta para entregar un paquete nos pide el número de carnet con un acento de aquellas tierras, y también con una cortesía que puede incluir la delicada pregunta: “¿Me regala una firma?”. No se sabe si es a estos inmigrantes a los que se refiere Alberto Núñez Feijóo cuando habla de invasores ilegales “ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestras propiedades”. Aparte de nuestros domicilios, parece que también invaden las escuelas, según el muy avanzado Gobierno catalán, que mezcla la desvergüenza con la hipocresía al atribuir los calamitosos resultados escolares a una “sobrerrepresentación” de los inmigrantes en los colegios públicos. Conozco pueblos del interior de España que se habrían quedado hace tiempo sin escuela sin la afluencia de esos inmigrantes “sobrerrepresentados”. Y, desde luego, donde el problema no existe es en los colegios privados y concertados a los que es seguro que van los hijos de esos agitadores voluntariosos de la xenofobia, ya que, gracias a las extrañas peculiaridades de nuestro sistema educativo, un centro puede estar plenamente financiado con dinero público y, a la vez, exento de admitir a hijos de inmigrantes. Que el rechazo visceral a la inmigración sea una epidemia europea no alivia nuestra deshonra particular, más acusada en un país en el que ha crecido exponencialmente el número de inmigrantes en los últimos años y, sin embargo, es uno de los más seguros del mundo, y en el que los mayores delincuentes, aparte de bancos y jueces que expulsan de sus casas a ancianas sin recursos, son los magnates internacionales del narcotráfico y del dinero negro, o los capos nativos bien arraigados en sus comarcas, sea en la bahía de Cádiz o en las tierras gallegas que gobernó el propio Núñez Feijóo. Mientras los patriotas enardecidos del españolismo o del catalanismo denuncian la amenaza de las muchedumbres extranjeras que van a asaltar nuestras casas y a diluir nuestra cultura en un magma de islamismo y delincuencia, una institución tan poco sospechosa de adanismo multicultural como el Banco de España vaticina, con la inapelable elocuencia de los números, que nuestro país necesitará recibir más de 24 millones de trabajadores inmigrantes en los próximos 30 años si quiere mantener la prosperidad de la economía y la viabilidad del sistema de pensiones. Los mismos que se aprovechan de los inmigrantes indocumentados para explotarlos con crueldad esclavista puede que clamen en público contra la inmigración ilegal. Igual que nuestros distantes conciudadanos europeos, somos cada vez menos y cada vez más viejos, y al mismo tiempo gastamos una gran parte de nuestro ya débil entusiasmo político en exigir vallas más altas y electrificadas, controles fronterizos, patrullas marítimas armadas, para evitar que llegue a nuestro balneario geriátrico la gente joven y capaz que nos permitirá sobrevivir. No vienen a usurpar nuestra casa, sino a levantarla con sus manos, igual que ya trabajan con sus manos la tierra que nosotros hemos abandonado, y cuidan y visten y desnudan con ellas a los ancianos de los que nosotros no tenemos tiempo de ocuparnos. Y harían mucho más, y contribuirían más aún a nuestro bienestar, si tuviéramos no ya la generosidad, sino el sentido práctico, de aprovechar las mejores capacidades con las que muchos de ellos llegan. Un emigrante al que se le ofrece una oportunidad es una fuerza de la naturaleza. Emigrantes del sur y del centro de Europa, fugitivos judíos de los pogromos de la Rusia zarista, negros huyendo del racismo y la pobreza del Sur, levantaron la pujanza económica de Nueva York en las primeras décadas del siglo XX, y una riqueza cultural que no ha sido superada. Hijos de emigrantes, educados en las escuelas y las universidades públicas, escribieron los libros, pintaron los cuadros, hicieron las películas, idearon los descubrimientos científicos que en una parte decisiva han dado forma a nuestro mundo. Y después de aquella primera oleada vino la de los años treinta, la de los expulsados y los huidos de la Europa fascista. La energía y la gratitud del emigrante bien acogido producen resultados formidables, que se prolongan luego en las vidas de sus hijos. Quién sabe qué