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«La sangre que no se seca: crónica de la conspiración que derribó a Trujillo»

De Cayo Confites al Malecón: la ruta clandestina hacia el 30 de mayo

 

El aire olía a pólvora y el miedo se apoderó esa noche de 1947 cuando los barcos de la expedición de Cayo Confites zarparon en secreto desde Cuba. Entre los 1,300 hombres apretujados en cubierta, un joven Juan Bosch mascullaba versos mientras revisaba su fusil. No sabían que Trujillo, alertado por sus espías, ya había movilizado cinco regimientos completos y tres destructores. Aquel primer intento masivo por derrocarlo fracasó como fracasarían otros cinco, hasta que en 1961 siete balas encontraron su destino en el cuerpo del tirano. Esta es la historia no de un día, sino de catorce años de conspiraciones que tejieron la telaraña final.

En los calabozos de La Cuarenta, donde las paredes sudaban el terror de los presos, los guardias repetían una consigna: «Aquí solo salen los que el Jefe perdona». Pero en 1949, cuando Horacio Julio Ornes Coiscou y sus 52 hombres desembarcaron por Luperón, demostraron que había dominicanos dispuestos a morir antes que pedir perdón. Los sobrevivientes de aquella gesta -los que no fueron fusilados al amanecer- aprendieron que contra Trujillo no bastaba el valor: hacía falta paciencia de relojero. Así lo entendió el Movimiento 14 de Junio cuando planeó volar el podio durante la Feria de la Paz de 1955. Sus miembros, en su mayoría estudiantes idealistas, no contaban con que la SIM había infiltrado a su mecanógrafa.

El asesinato de las Mirabal en noviembre de 1960 fue el detonante moral que aceleró lo inevitable. Cuando los esbirros estrangularon a las hermanas y luego las golpearon para simular un accidente, cometieron su error estratégico: subestimaron el poder de tres mujeres muertas. La indignación internacional rompió el cerco de silencio. Para enero de 1961, la OEA impuso sanciones y Estados Unidos retiró a su embajador. En palacio, Trujillo empezó a ver traidores en cada sombra.

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Los héroes del 30 de mayo eran un mosaico de dolores acumulados: Antonio de la Maza, cuyo hermano había sido asesinado; Amado García Guerrero, el ayudante militar que eligió la patria sobre el cargo; Salvador Estrella Sadhalá, el médico que curaba heridas ajenas mientras planeaba darle al país su cirugía definitiva. Se reunían en casas seguras del sector Gazcue, cambiando rutas y usando códigos. El plan era sencillo: interceptar el Chevrolet del dictador en su ruta habitual hacia San Cristóbal. Lo que no era sencillo era sobrevivir después.

Cuando los disparos resonaron en la avenida, no fue el fin sino el principio de otra pesadilla. Ramfis Trujillo, el hijo del dictador, personalmente dirigió la cacería de los conspiradores. Nueve fueron capturados y ejecutados, sus cuerpos disueltos en ácido para que no quedaran mártires. Solo dos sobrevivientes -Imbert y Amiama Tió- llegarían a ver el amanecer democrático. Mientras, en un giro macabro, Joaquín Balaguer, el poeta cortesano, asumía la presidencia cuatro días después con un discurso de «transición ordenada».

Hoy, cuando caminamos por el Malecón donde cayó Trujillo, el mar sigue contando la historia a quien quiera oírla. Los nombres de los héroes están en placas y calles, pero su verdadero legado -esa mezcla de coraje y desprendimiento- parece diluirse en cada nuevo escándalo de corrupción. Quizás porque, como dijo una vez Manolo Tavarez Justo , «matar dictadores es más fácil que matar las causas que los producen». A 64 años de aquella noche, la mejor forma de honrar a los ajusticiadores no es recordar cómo murieron, sino vivir como ellos soñaron.

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