Luis R. Santos no escribe cuentos para entretener ni para darle al lector una cómoda siesta literaria. Es su narrativa más bien un espejo roto, una invitación a observarnos en los fragmentos de dolor, nostalgia y contradicciones que todos preferimos disfrazar con la mejor de las máscaras. Leer sus relatos es como mirar directo a los ojos de una realidad que se resiste a la dulzura, es aceptar que el tiempo y las decisiones nos dejan más cicatrices que recuerdos. En estos «cuentos» no hay lugar para héroes impecables ni para finales felices; sólo existe el remordimiento, ese indeleble tatuaje en la piel del alma que no se borra con el olvido.
De la nostalgia que golpea hasta hacer sangrar: «Los ojos de mi madre» es uno de los cuentos que proyectó en mí gran melancolía debido a la historia de un hombre que regresa a Santo Domingo tras dos décadas, buscando recuperar el paisaje de su infancia y el amor perdido, Oneida. Pero el reencuentro no es más que un disgusto: la ciudad está irreconocible, aplastada bajo el peso de un progreso que desfigura su esencia, y Oneida, que era como un símbolo de esperanza, ahora baila en un club nocturno, una realidad tan dura que golpea sin compasión.
Aquí, Santos despliega con maestría la confrontación entre la idealización y la cruda realidad, entre el pasado que queremos rescatar y el presente que nos exige aceptar. No es sólo un cuento sobre la transformación física de un espacio, sino sobre el desarraigo interior. El protagonista no sólo se enfrenta a la ciudad que ya no es, sino a las consecuencias de sus propias decisiones: aquel aborto impuesto a Oneida y su partida forzada a tierras extranjeras, heridas abiertas que se infectan con la distancia y el silencio. La nostalgia aquí no es un suave bálsamo, sino un látigo que nos recuerda que algunos regresos sólo reavivan el dolor, que no todo lo que añoramos merece ser recuperado. A veces, todo es vanidad de vanidades.
El peso de la muerte y el arrepentimiento en “El otro círculo”
Si en «Los ojos de mi madre» el tiempo es un verdugo implacable, en «El otro círculo» la muerte es un personaje omnipresente que acompaña la caída de un doctor que dejó atrás su vida libertina para casarse, solo para enfrentarse a la pérdida de su madre y esposa. De mujeriego despreocupado, el protagonista se convierte en un miserable, ahogado en resentimiento y arrepentimiento, una metamorfosis que Santos describe con maestría que engaña hasta el último párrafo.
El giro final, esa conversación con la muerte que confunde y descoloca, es una muestra clara del talento del autor para disfrazar lo profundo bajo una narrativa aparentemente sencilla y hasta cliché. La ambigüedad sobre si el protagonista está realmente vivo o muerto
invita a una reflexión más allá del texto: ¿Estamos condenados a cargar con el peso de nuestras pérdidas incluso después de la muerte? Aunque bien escrito está en Eclesiastés 9:5 RVR1960:
[5] Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. Santos se atreve a coquetear con lo dantesco y lo filosófico, sin perder la conexión con lo humano, dejando una sensación agridulce que persiste mucho después de terminar el cuento.
La política como prisión en “El nombramiento”.
En «El nombramiento», Santos pone el dedo en la llaga de la realidad dominicana: la corrupción política como monstruo devorador de sueños y esperanzas. Aquí el protagonista abandona todo por un puesto político, para luego descubrir que la traición y el abuso están incrustados en las entrañas del poder. La crítica social es directa y sin rodeos, aunque quizás el cuento no impresione por su imprevisibilidad, sino por su pertinencia y resonancia.
El relato es un recordatorio brutal de que en la política, el partido y el gobierno son dos caras irreconciliables, como dijo él mismo dijo: «Una cosa es el gobierno y otra cosa es el partido» (pág 12), y que aquellos que se entregan con fe ciega a un sistema corrupto terminan pagando el precio más alto: la pérdida de la dignidad y la ilusión. Santos no disfraza su desdén; en cambio, lo utiliza para despertar en el lector ese rechazo visceral hacia las injusticias que aún dominan el país.
Libertad y represión en “Días de carnaval”
El cuento «Días de carnaval» despliega la lucha interna de un hombre homosexual criado bajo la opresión de un padre militar estricto, símbolo de una sociedad que castiga la diferencia. El carnaval, tradicionalmente un espacio de libertad y cambio, se convierte en la metáfora perfecta para la doble vida del protagonista: disfrazarse para ser quien realmente es, aunque sea por un breve momento.
La muerte del padre, lejos de ser una tragedia común, es una liberación que permite al personaje vivir su verdad sin temor, ampliando ese carnaval de un solo día al resto de su existencia. Santos utiliza esta historia para exponer la crueldad de los prejuicios sociales y la belleza subversiva del acto de liberarse, aunque sea a costa de años de sufrimiento.
Una mirada a la negación y al masoquismo en “Una extraña asesina”
Quizás el cuento más inquietante es «Una extraña asesina», donde la apatía y la negación se llevan al extremo. La protagonista, al matar, no busca justicia ni redención; simplemente desea preservar un estado de falsa paz, evitar el cambio a toda costa. Este rechazo absoluto a la transformación plantea una pregunta desconcertante: ¿Es Santos un masoquista que se regodea en la tristeza y la desesperanza, o es un observador agudo de la condición humana que sabe que la felicidad auténtica no puede existir sin la sombra de la tristeza?
Aquí la narración se vuelve, irónicamente, en una especie de estudio psicológico de la resistencia al cambio, del apego enfermizo al sufrimiento. La autora que mata sin remordimiento, el hombre que sacrifica a su perro para agradar a alguien que ni siquiera ama, el homosexual que no renuncia a su identidad rebelde, el viajero arrepentido, la dignidad perdida del ayudante del partido, todos ellos son reflejos de un mismo espejo roto.

Santos no sólo juzga, sino que invita al lector a reconocerse en esa necedad universal de no aceptar la realidad tal cual es, de buscar excusas para no avanzar.
Si hay un grito silencioso que atraviesa toda la obra de Luis R. Santos, es el de la necesidad de cambio, de una transformación que nunca llega porque, sencillamente, nadie está dispuesto a enfrentar la realidad con honestidad. La falta de consciencia —esa ceguera voluntaria— es la prisión donde sus personajes quedan atrapados, condenados a vivir en un ciclo infinito de arrepentimiento y reproches.
No quiero aventurarme a decir que Santos padece desequilibrio mental, pero sí que sus personajes y su narrativa reflejan esa locura compartida por todos los humanos. Como bien dijo un autor que no recuerdo, “todos estamos locos de alguna forma”. Y esa locura se manifiesta en la batalla perdida contra el tiempo, contra las decisiones tomadas y contra el peso insoportable de la memoria.
Para concluir, leer los «Cuentos» de Luis R. Santos es, en definitiva, mirarse en un espejo incómodo, es aceptar que el arrepentimiento no es un estado pasajero, sino un sello indeleble que acompaña a quienes se atreven a vivir intensamente. Es reconocer que la felicidad, esa utopía que tanto perseguimos, no existe sin la sombra de la tristeza, y que la verdadera lucha es aprender a convivir con ambos.
En la desesperanza de sus relatos, sin embargo, también asoma una verdad luminosa: la única comprensión y consuelo real reside en algo más allá de lo humano. La reflexión me llevó a mirar hacia Jesús, el hijo de Dios, quien ofrece la única paz que trasciende el remordimiento y el desarraigo.
Por eso, estos cuentos no son sólo historias; son un llamado urgente a la reflexión, a la introspección y a la valentía de enfrentar la realidad sin máscaras. Es en el reconocer nuestras propias contradicciones, en ese humor irreverente y picante que nos hace humanos, donde radica la posibilidad de transformación. Quizá, entre una risa amarga y una lágrima sincera, encontremos el impulso para despojar nuestras defensas y abrazar el cambio, aun cuando duela.
Así, en la intersección entre el dolor y la esperanza, se revela el eco de un futuro donde la consciencia cobra vida y el remordimiento se transforma en la semilla de una redención posible. Solo al aceptar nuestra propia locura y fragilidad, podremos romper ese círculo de desdicha y, con ello, abrir la puerta a una existencia donde el amor y la compasión sean los verdaderos protagonistas.
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La autora del artículo es estudiante de la Licenciatura en Letras Puras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)
damarisalexa06@gmail.com
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