CIELONARANJA
Están los abuelos, pero están los abueleros: los que se ejercitan en el arte de serlo, los que te dicen que no, que no están aquí sino aquí, igual, pero «abueleando».
Se les ve pendientes de ofertas de vuelo hacia Europa, Estados Unidos, Colombia, Inglaterra, para donde sea. El Whastapp es tan importante como el aire acondicionado o las pastillas para la presión o la menopausia. El “Grandma”, el “abuela” o la “Oma” son algunas de las palabras más hermosas del castellano dominicano. Puedes llamar con la urgencia más grande, pero ante el “estoy abueleando” no hay tutía que valga.
Soraya, Josefina, Rosalina, Margarita, Wanda, Yulissa, Ángela, Natacha, Rubén, Luis, María Amalia, Carmen Amelia, Eduardo, María y José, abuelean. Las niñas y las niñas se pusieron grandes. Encontraron el amor en algún curso postgrado, en un centro laboral, en cierta consultoría o de pasada, en el área de los más románticos. Se quedaron. Fueron mudados. En vez de tratar de seguir conquistando las escarpadas montañas de Quisqueya o de pescar algún lugar chulísimo en Romana, Barahona o Palmar de Ocoa, los abuelos tuvieron que asumir el camino a La Florida, Nueva Jersey, Madrid, Bogotá, Londres y hasta Berlín, para no ir más lejos.
El abueleo cosmopolitiza. Las esforzadas abuelas tratan de enchufar en sus maletas paquetes de cazabes, dulces de coco, pensando en posibles arepas, porque la “dominicanidad” tiene que caber de alguna manera en la maleta. Con el pasar del tiempo y la sensación disneyliana de que están accediendo a nuevos paraísos, incluso a los artificiales de Baudelaire, un buen día se dan cuenta que los nietos ya no se atragantan con el plátano, aunque la yuca, versión brasileña o hindú, puede tener más encantos. Al parecer el pulso que tenían los abuelos con la comida local y la bandera en alto fue superado. Tras el menú emergente, se van cayendo esos ímpetus nacionalistas. Porque se sabe: el país y los amores entran por el estómago, y no será fácil mezclar mofongo con un buen rossé, mangú con espumante, aunque hay cuerpos que superan las leyes de la gravedad y de Newton juntos, y si no, pregúntenle a los Morrisones.
Las denodadas abuelas dominicanas tratan de que los vástagos no pierdan las raíces, pensando tal vez en una eventual instalación de algún Instituto Duartiano. El abuelo dominicanizante, sin embargo, salvo en los días navideños, con Juan Luis Guerra y Brugal extraviejo incluido, tendrán sus días contados. En la dinámica bilingüe, junto a un inglés cuasi shakespeariano, fluirá un cibaeño más ácido que el de San José de Las Matas; al francés molieresiano se le agregará un sureño con esas “erres” como carretillas desbocadas… Por suerte, siempre será posible hablar con el críptico criollo, ese que se resuelve con un KLK, entre otras perlas.
El abuelo asume sus alturas en tiempos vacaciones, pero su tiempo de éxtasis se produce en Navidad y Año Nuevo. Los abueleros procederán entonces a enviarnos sus hermosos álbumes familiares con los nietos gordísimos, rosadísimos, en caso de que sean blancos. Ya no enviarán fotos en la nieve o al lado de neveras repletas como acontecía en los años 70. Los abuelos más chopos, porque de todo habrá en la isla del señor, tratarán de echarle vainas a media humanidad con fotos junto a tragamonedas en Las Vegas o comprobando a ver si funcionan los esquíes en Aspen.
Sin proponérselo, los abuelos y abueleros están ofreciéndonos un país con un paso bien adelante, uno donde ya no seremos este país, apresado entre dos mares, tres sistemas montañosos y gente cada vez más en onda de Numancia, como si no existiera otra cosa y con camisas cada vez más de fuerzas.
¡A luchar, abuelos valientes, que llegó la revolución!
¡Salud a todas las abuelas y los abuelos!
Y no hagan como Bad Bunny: no olviden tomar más fotos.
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