Por Julio Guzmán Acosta
La guerra en Ucrania, que ha cobrado miles de vidas y desplazado a millones de personas, no es simplemente un conflicto entre dos naciones vecinas. Es un enfrentamiento que ha sido alimentado por intereses económicos y geopolíticos de potencias globales, y cuyas raíces se hunden en décadas de tensiones entre Occidente y Rusia. Las recientes iniciativas de la nueva administración de Donald Trump para poner fin al conflicto han dejado en evidencia que el apoyo de la Unión Europea, Estados Unidos, Reino Unido e Israel a Ucrania no está motivado por un altruismo democrático, sino por la defensa de sus propios intereses económicos y el deseo de explotar los vastos recursos naturales del país eslavo.
Desde el inicio de la invasión rusa en febrero de 2022, Occidente ha presentado la guerra como una lucha entre la democracia ucraniana y el autoritarismo ruso. Sin embargo, esta narrativa simplista oculta una realidad mucho más compleja. La expansión de la OTAN hacia el este, con la inclusión de países que antes formaban parte de la esfera de influencia soviética, ha sido interpretada por Moscú como una amenaza directa a su seguridad nacional. Rusia ha utilizado esta expansión como pretexto para justificar su invasión, pero también es evidente que Moscú busca aprovechar el conflicto para apoderarse de territorios estratégicos en Ucrania, como Crimea y la región del Donbás.
Por su parte, Occidente ha instrumentalizado a Ucrania como un peón en su juego geopolítico contra Rusia. La Unión Europea y Estados Unidos han invertido miles de millones de dólares en ayuda militar y económica a Kiev, no para defender la democracia ucraniana, sino para debilitar a Rusia y asegurar el acceso a los ricos recursos naturales de Ucrania, que incluyen tierras raras, reservas de gas y minerales estratégicos. Ucrania, conocida como el «granero de Europa», es un botín demasiado jugoso para ignorar en un mundo cada vez más competitivo por los recursos naturales.
La nueva administración de Donald Trump ha intentado mediar en el conflicto, proponiendo iniciativas para poner fin a la guerra. Sin embargo, estas propuestas han revelado las verdaderas intenciones de las potencias occidentales. En lugar de buscar una solución pacífica que respete la soberanía de Ucrania, Estados Unidos y sus aliados han priorizado la protección de sus intereses económicos y estratégicos en la región. La guerra no es, por tanto, una lucha por la democracia, sino una competencia por el control de los recursos y la influencia en Europa del Este.
Rusia, por su parte, tampoco es un actor inocente en este conflicto. Moscú no solo busca defenderse del cerco de la OTAN, sino que también pretende expandir su influencia en Ucrania y asegurar su acceso al Mar Negro y a los recursos energéticos de la región. La anexión de Crimea en 2014 y el apoyo a los separatistas en el Donbás son claros ejemplos de esta estrategia expansionista.
En este contexto, Ucrania se ha convertido en un campo de batalla donde las grandes potencias luchan por sacar el mejor pedazo del pastel. La población ucraniana, atrapada en medio de este conflicto, es la que más sufre. Miles de civiles han muerto, ciudades enteras han sido destruidas y millones han tenido que abandonar sus hogares. Mientras tanto, las élites políticas y económicas de ambos bandos se benefician de la guerra, ya sea a través de contratos militares, la explotación de recursos o el fortalecimiento de su influencia geopolítica.
Es hora de que la comunidad internacional reconozca que la guerra en Ucrania no es un conflicto entre el bien y el mal, sino una lucha por intereses económicos y geopolíticos. Para poner fin a esta tragedia, es necesario que todas las partes involucradas dejen de lado sus ambiciones y prioricen el bienestar de la población ucraniana. La paz no se logrará mediante la imposición de una victoria militar, sino a través del diálogo y la negociación.
Ucrania merece un futuro en el que no sea un peón en el juego de las grandes potencias, sino un país soberano y próspero. Para ello, es fundamental que las iniciativas de paz no estén motivadas por intereses ocultos, sino por un genuino compromiso con la estabilidad y la justicia en la región. Solo entonces podremos poner fin a esta guerra y evitar que conflictos similares se repitan en el futuro.
Pero sería ingenuo pensar que los halcones de la guerra buscarán una paz al margen de recuperar la «inversión» que han hecho, disfrazada de ayuda militar a Ucracia, ellos llegarán a un acuerdo que les garantice recuperar todo lo aportado, bien asumiento la reconstrucción por medio de sus empresas transnacionales o quedándose con los recurnos naturales de Ucrania, que ha aportado los miles de muertos, los heridos y la destruccion de todo el país, que tardará años en recuperar la normalidad, si es que alguna vez lo consiguen.