RÍO DE JANEIRO — Thiago Nascimento no esperaba ayuda del gobierno cuando el coronavirus llegó a su barrio. Estaba preocupado porque, como en otras favelas —asentamientos informales repartidos por toda la ciudad—, la gente era vulnerable por falta de ingresos, vivienda segura y agua corriente limpia. Un estudio realizado posteriormente mostró que los habitantes de las favelas tenían el doble de probabilidades de morir si tenían COVID-19 que los de barrios con mayores ingresos de la ciudad.
La fe de Nascimento en la ayuda del gobierno fue de mal en peor a medida que avanzaba la pandemia. En medio de una oleada de casos en mayo de 2021, la policía llevó a cabo una redada por narcotráfico en su favela, Jacarezinho, que causó 28 muertos, hirió a otros transeúntes y aterrorizó a los residentes. Cuando los miembros de la comunidad construyeron un monumento en honor de los muertos, la policía lo demolió con una palanca y un vehículo blindado. “Esto rompió toda confianza”, me dijo.
Los expertos a menudo se refieren a la desconfianza del gobierno como una razón clave por la que ciertas comunidades han sufrido de forma desproporcionada durante brotes mortales, incluyendo el Ébola y la COVID-19. La desconfianza es un problema grave en una pandemia si impide que la gente obedezca las recomendaciones sanitarias, busque atención médica y acepte las vacunas.
En las comunidades marginadas, la desconfianza suele tener su origen en una historia de discriminación, abandono o abusos a manos de las autoridades. Por tanto, la responsabilidad de reparar esas relaciones debe recaer en los gobiernos que han demostrado no ser dignos de confianza, y eso exige un cambio político. Sin embargo, la próxima pandemia —u otra catástrofe— puede llegar antes. Mientras tanto, los funcionarios sanitarios y los investigadores harían bien en aprender a ayudar a las comunidades más necesitadas. Eso empieza por reconocer el poder popular que las ha mantenido resistentes durante tanto tiempo.
Las favelas brasileñas dan algunas lecciones porque, frente a décadas de abandono gubernamental, muchas han creado sistemas internos para apoyarse mutuamente. Cuando la COVID-19 empezó a extenderse y la gente se quedó sin trabajo, líderes comunitarios como Nascimento recaudaron dinero con el fin de proporcionar alimentos y cubrebocas a las personas necesitadas. En Jacarezinho, Nascimento cofundó un colectivo llamado LabJaca para informar sobre los datos de COVID-19 porque él y otras personas sospechaban que los recuentos oficiales habían subestimado el número de casos. Periodistas y líderes comunitarios de otras favelas intentaron algo similar, y pronto LabJaca se convirtió en uno de los varios grupos que aportaban datos a un tablero que daba seguimiento a la enfermedad en 450 favelas de Río de Janeiro.
Una estudiante lee durante mientras estaba en el Morro dos Prazeres Educa, un proyecto desarrollado por Janice Delfim para ayudar a los niños a estudiar después de las horas de escuela.Credit…Ian Cheibub para The New York Times
En la favela de Morro dos Prazeres, en lo alto de una colina, Janice Delfim, una líder comunitaria, imprimía programas de clase para los niños cuando las escuelas cerraban porque sus familias no tenían computadoras en casa. Y cuando los niños le decían que pasaban hambre, pedía donaciones de alimentos, cubrebocas y productos de higiene a organizaciones no gubernamentales. En otras favelas, los líderes comunitarios instalaron grifos en caminos muy transitados para que las personas sin agua corriente pudieran lavarse las manos.
El entonces presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, negó la gravedad de la COVID-19 mientras los hospitales se desbordaban. Animó a la gente a realizar encuentros masivos y a someterse a tratamientos no comprobados. Puso en duda la utilidad de los cubrebocas y, más tarde, de las vacunas. Pero incluso cuando las autoridades sanitarias recomendaron a la gente que se lavara las manos y se quedara en casa, Delfim dijo que sus palabras sonaban vacías para quienes viven sin agua corriente o sin la posibilidad de trabajar desde casa. “Nuestra realidad es diferente”, me dijo.
Fernando Bozza, médico e investigador de salud pública en Fiocruz, un instituto de investigación de Río de Janeiro, se dio cuenta de la necesidad de trabajar desde la base cuando la COVID-19 empezó a extenderse por las favelas. Él y otros científicos de Fiocruz se asociaron con la organización no gubernamental Redes da Maré, que desde hacía tiempo prestaba servicios a la enorme favela Maré de Río y a los residentes de la comunidad.
A través de esta coalición, los científicos proporcionaron pruebas gratuitas de COVID-19. Cuando una persona daba positivo, un miembro del grupo se ofrecía a llevarle comida, productos de limpieza y cubrebocas a su casa, así como facilitar revisiones por teléfono con un trabajador sanitario. Los residentes de la coalición también transmitían los rumores que circulaban para que los científicos los corrigieran. Y aquellos que eran influyentes en los grupos locales de WhatsApp, Instagram o TikTok crearon mensajes para combatir la desinformación. “Fue un proceso continuo de escucha liderado la gente de la comunidad”, dijo Bozza.
Este tipo de coaliciones surgieron en todo el mundo. En el Valle Central de California, muy afectado, los investigadores locales cooperaron con organizaciones comunitarias que atienden a los trabajadores del campo para desplegar pruebas y atención médica. En Goa, India, una red de corresponsales comunitarios que llevaba tiempo trabajando en distritos rurales del país se asoció con Lieve Fransen, médica y asesora en salud pública mundial afincada en Bélgica. Fransen mantenía videollamadas diarias con los corresponsales sobre cómo tratar a los enfermos graves cuando las clínicas estaban desbordadas o muy lejos. Cuando se distribuyeron las vacunas contra la COVID-19, la aceptación fue alta gracias a la confianza que la gente tenía en estos corresponsales, que se había forjado a lo largo de casi veinte años.
Las iniciativas comunitarias deben evaluarse con el mismo rigor que cualquier intervención. En un informe no publicado, Bozza y sus colegas descubrieron que las muertes semanales por COVID-19 se redujeron un 60 por ciento en Maré tras ocho meses de trabajo con la coalición, en comparación con una reducción del 28 por ciento durante el mismo periodo entre un número similar de personas que vivían en favelas similares de Río.
Es más complicado estudiar el impacto del trabajo comunitario en problemas a largo plazo, como la diabetes, la pobreza y el bajo nivel educativo. Estas condiciones hacen que las personas sean vulnerables a las pandemias, por lo que es importante abordarlos. Jason Corburn, investigador de salud pública de la Universidad de California en Berkeley, que ha intentado mejorar estos indicadores en Richmond, cerca de ahí, advirtió que este trabajo lleva tiempo. “Algunos de estos problemas llevan 20 u 80 años gestándose, así que debemos hacer un seguimiento gradual a lo largo del tiempo”, comentó.
A pesar de un impulso reciente a favor de los esfuerzos comunitarios en el ámbito de la salud pública, las alianzas forjadas durante la pandemia se están disolviendo a medida que los proyectos se cierran con el descenso de los casos de covid. Estas retiradas rápidas generan desconfianza porque la gente puede sentirse utilizada por investigadores que solo parecen preocupados por una causa efímera, en lugar de su bienestar.
tro problema que afecta las iniciativas de salud pública que pretenden incluir a las comunidades es que a menudo se convierten en algo simbólico, pues se dejan de lado los consejos de los residentes. Los investigadores y las autoridades sanitarias no ceden fácilmente las riendas, señaló Corburn. “Dejar que las comunidades lideren va contracorriente de la marea de ciencia, experiencia y burocracia que se ha incrustado en nuestras instituciones durante 250 años”.
No obstante, el espíritu comunitario sobrevive con o sin apoyo externo. En la actualidad, Nascimento está en contacto con líderes comunitarios de muchas favelas y siguen coordinando iniciativas. Recientemente, se han enfrentado a la violencia policial y han ayudado a los residentes que se han quedado sin hogar o con hambre a causa de las inundaciones.
La asociación de vecinos de Delfim ha crecido porque cada vez hay más gente dispuesta a ayudar. No hay escasez de trabajo que hacer, y eso conlleva beneficios para la salud mental que surgieron durante la pandemia y aún perduran. “Nos unimos”, concluyó. “Fue como una terapia colectiva”.
Por Amy Maxmen