Por Theo N. Guzmán
En las últimas semanas, Panamá se ha convertido en un hervidero de tensiones políticas, sociales y geopolíticas. La pequeña nación centroamericana, históricamente estratégica por su canal interoceánico, enfrenta hoy una convergencia de desafíos que ponen a prueba su soberanía y su capacidad para resistir las presiones externas e internas. Desde las declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump sobre el control del Canal hasta las masivas protestas contra las políticas neoliberales del gobierno de José Raúl Mulino, Panamá vive un momento crítico que refleja las contradicciones de un mundo en reacomodo.
El Canal de Panamá: ¿objetivo de Trump?
El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca ha generado preocupación en Panamá. En una serie de declaraciones, el mandatario estadounidense anunció su intención de retomar el control del Canal, una infraestructura clave para el comercio global que fue devuelta a Panamá en 1999 tras los Tratados Torrijos-Carter de 1977. Trump no descartó el uso de la «coerción militar o económica» para lograr su objetivo y criticó duramente al expresidente Jimmy Carter por haber firmado esos acuerdos.
El Canal de Panamá, ampliado en 2016, sigue siendo un punto geoestratégico de importancia capital. Aunque su participación en el flujo mundial de mercancías ha disminuido (actualmente concentra entre el 3% y el 6% del comercio marítimo global), su relevancia aumenta en un contexto de repliegue hegemónico de Estados Unidos en el hemisferio occidental. Para Trump, Panamá, junto con Canadá, Groenlandia y el Golfo de México, es una pieza clave para detener el declive de la influencia estadounidense en la región.
Sin embargo, la reivindicación del Canal como símbolo de soberanía nacional es un tema sensible en Panamá. La recuperación de esta infraestructura, que fue un enclave colonial durante gran parte del siglo XX, costó décadas de lucha y dejó numerosos mártires, como los caídos durante la invasión estadounidense de 1989, conocida como la «Operación Causa Justa». Este hecho histórico, que incluyó el bombardeo de barrios populares como El Chorrillo y el derrocamiento de Manuel Noriega, sigue vivo en la memoria colectiva de los panameños.
Mulino y el alineamiento con Estados Unidos
El gobierno del presidente José Raúl Mulino, quien asumió el poder en julio de 2024, ha sido criticado por su actitud complaciente hacia la política exterior de Trump. Tras la visita del secretario de Estado Marco Rubio, Panamá anunció su salida de la Iniciativa de la Franja y la Ruta impulsada por China, alineándose con los intereses estadounidenses de contener la influencia de potencias rivales como China, Rusia e Irán en América Latina.
Mulino también ha revisado el papel de China en el Canal, dando alas a las acusaciones de Trump de que esta infraestructura está bajo el «dominio del Partido Comunista Chino». Además, el gobierno panameño ha aceptado recibir a migrantes deportados por Estados Unidos que no pueden ser retornados a sus países de origen, convirtiendo a Panamá en un eslabón de la política migratoria regresiva de la administración Trump.
El frente interno: protestas y resistencia social
A nivel local, el gobierno de Mulino ha impulsado una agenda neoliberal que ha desatado la ira de los movimientos sociales y sindicales. Una de sus prioridades es retomar el polémico proyecto de la trasnacional First Quantum Minerals para la extracción de cobre en el distrito de Donoso, suspendido en 2023 tras masivas protestas ciudadanas. Este mineral, crucial para la fabricación de microchips, es considerado estratégico por el Departamento de Energía de Estados Unidos.
Otra medida controvertida es la reforma del sistema de seguridad social, que busca privatizar la Caja del Seguro Social y entregar sus fondos a la banca y a compañías privadas de pensiones. Este modelo, inspirado en el sistema de capitalización individual implantado en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet, ha sido rechazado por las principales centrales sindicales del país, como la CONUSI y la CONATO.
Las protestas contra estas políticas han sido masivas y han enfrentado una dura represión gubernamental. El 12 de enero, una jornada de movilización convocada por el poderoso sindicato de construcción SUNTRACS terminó con más de 500 detenciones y 83 trabajadores judicializados. Estudiantes de la Universidad de Panamá también fueron procesados por protestar contra la visita de Marco Rubio.
El 20 de febrero, una multitudinaria marcha reunió a más de 12 mil personas en la capital panameña. Representantes de movimientos sociales, mujeres, barrios populares, campesinos, indígenas, estudiantes y ambientalistas se unieron para defender la soberanía nacional, denunciar la represión estatal y rechazar la privatización de la seguridad social.
Un país en la encrucijada
Panamá, con su ubicación geográfica privilegiada, se encuentra en el centro de un huracán geopolítico. La incompatibilidad entre el nacionalismo trumpiano y un nacionalismo progresivo y periférico es evidente. La soberanía nacional y el alineamiento con el viejo hegemón son, como bien lo saben Mulino, Trump, Rubio y el jefe del Comando Sur Alvin Hosley, lisa y llanamente incompatibles.
En un contexto de efervescencia social, con protestas que articulan la demanda de bienestar y soberanía, Panamá enfrenta un desafío histórico. La memoria de las luchas pasadas, como la recuperación del Canal y la resistencia a la invasión de 1989, sigue viva y alimenta la resistencia actual. En medio de la ofensiva neoliberal y neoimperial, el movimiento social y sindical panameño se mantiene en pie de guerra, defendiendo un futuro más justo y soberano para su país.
Panamá demuestra, de forma descarnada, que la lucha por la soberanía y la justicia social no es solo un tema del pasado, sino una urgencia del presente. En este escenario, el pueblo panameño sigue escribiendo su historia, con la determinación de no ceder ante las presiones externas ni las políticas regresivas de su propio gobierno.