Los documentos desclasificados de la CIA revelan la implicación directa de Edmundo González Urrutia y Leopoldo Castillo en la Operación Centauro, una serie de acciones violentas que resultaron en la ejecución de miles de civiles, incluidos religiosos comprometidos con la justicia social.
Por Julio Guzmán Acosta
La historia de América Latina está marcada por episodios de intervención y violencia que han dejado cicatrices profundas en las naciones afectadas. Uno de estos capítulos oscuros involucra a Edmundo González Urrutia, el excandidato a la presidencia de Venezuela por la extrema derecha, quien desempeñó un papel nefasto en El Salvador entre 1979 y 1985. Durante esos años, González, en su calidad de segundo en la Embajada de Venezuela, junto al embajador Leopoldo Castillo, se convirtió en un agente de muerte en el contexto del Plan Cóndor y la brutal contrainsurgencia promovida por el gobierno de Ronald Reagan.
La guerra civil en El Salvador fue un conflicto desgarrador que dejó un saldo devastador de vidas humanas. En lugar de buscar la reconciliación y la paz, el gobierno estadounidense y sus aliados locales optaron por la represión y el exterminio. La misión de González y Castillo, lejos de ser diplomática, fue la de coordinar y ejecutar una estrategia de asesinato sistemático contra aquellos que buscaban una solución pacífica a las inequidades que azotaban al país. Los documentos desclasificados de la CIA revelan la implicación directa de estos funcionarios en la Operación Centauro, una serie de acciones violentas que resultaron en la ejecución de miles de civiles, incluidos religiosos comprometidos con la justicia social.
El saldo de esta intervención es escalofriante: 13,194 civiles asesinados, entre ellos figuras emblemáticas como San Óscar Arnulfo Romero y cuatro monjas de Maryknoll. Estas muertes no fueron meras estadísticas; fueron vidas arrebatadas por la brutalidad de un sistema que prefería mantener el status quo a costo de la sangre de inocentes. La responsabilidad de estos crímenes no recae únicamente en los ejecutores directos, sino también en aquellos que, desde posiciones de poder, facilitaron y apoyaron tales atrocidades.
A pesar de que el tiempo ha pasado, la justicia aún no ha llegado para las víctimas de estos crímenes de lesa humanidad. Edmundo González y sus cómplices, como Leopoldo Castillo, siguen caminando libres, mientras que las familias de los asesinados aún claman por verdad y justicia. Los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, y llegará un día en que estos perpetradores tendrán que rendir cuentas ante la justicia, ya sea en España, donde se han presentado querellas, o en El Salvador, donde aún persiste el dolor por las pérdidas sufridas.
Es imperativo que la memoria histórica no se olvide. Las terribles secuelas de las acciones de González y su equipo aún perviven en la sociedad salvadoreña. A través de la educación y la divulgación, debemos asegurarnos de que las nuevas generaciones conozcan los peligros de la impunidad y la importancia de la defensa de los derechos humanos. La lucha por la justicia no es solo una cuestión del pasado, sino un imperativo del presente y del futuro.
En conclusión, el legado de Edmundo González Urrutia en El Salvador es un recordatorio sombrío de cómo las decisiones de unos pocos pueden tener consecuencias devastadoras para miles. Es fundamental que la comunidad internacional, así como los gobiernos de la región, no solo reconozcan estos crímenes, sino que también actúen para garantizar que los responsables sean llevados ante la justicia. La memoria de las víctimas exige que no se repita la historia y que, finalmente, se haga justicia.