Por Virtudes Álvarez Sampedro
En un escenario marcado por la violencia, la situacion que enfrenta el gobierno de Gustavo Petro se agudiza con cada día que pasa. A pesar de su ambicioso plan de “paz total”, que busca poner fin a más de seis décadas de conflicto armado en Colombia, el país se encuentra sumido en una ola de violencia que ha dejado un saldo alarmante: un centenar de muertos y cerca de 32,000 personas desplazadas. Este panorama revela la dificil circunstancias en que le ha tocado gobernar del primer ejecutivo de izquierda en la historia colombiana, una administración que se enfrenta a la complejidad de gestionar un legado de conflicto que parece no tener fin.
Desde el inicio de su mandato en 2022, Petro ha defendido la necesidad de establecer un diálogo con diversos grupos armados, tanto guerrilleros como bandas criminales y del narcotráfico. Sin embargo, la implementación de su política de “paz total” ha comenzado a desmoronarse, y el estado de conmoción interior declarado el lunes por el presidente refleja la desesperación ante la escalada de violencia que se vive en varias regiones del país, siendo la más afectada el Catatumbo, una zona fronteriza con Venezuela que evoca recuerdos oscuros de épocas pasadas.
La situación en el Catatumbo ha sido calificada por Gerson Arias, investigador de la ONG Ideas para la Paz, como comparable a los momentos más álgidos de la confrontación entre el Estado y las guerrillas durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010). En esos años, Colombia vivió episodios de violencia extrema que marcaron a varias generaciones y que, a pesar de los acuerdos de paz firmados en 2016, aún parecen no haber encontrado una solución definitiva.
La debilidad institucional en las zonas rurales ha permitido que el vacío de poder dejado por las FARC tras el acuerdo de paz no sea llenado por una presencia estatal efectiva. “El avance ha sido muy lento”, señala el analista Bonilla, lo que ha facilitado el crecimiento de grupos criminales que se benefician del narcotráfico y otras economías ilegales. Colombia se mantiene como el principal productor de cocaína a nivel mundial, y el impulso de los cultivos de coca ha alimentado un ciclo de violencia que parece interminable. “La coca ha sido el gran alimento del conflicto colombiano”, afirma Bonilla, advirtiendo que con el dinero de las drogas fluyendo a raudales, el Estado enfrenta una competencia difícil.
La situación se complica aún más con la incertidumbre sobre el futuro de las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Analistas como Bonilla advierten que la posibilidad de que esta guerrilla firme la paz bajo un gobierno diferente es remota. La reciente negativa del ELN a desmovilizarse tras la llegada de Petro al poder ha cerrado de un portazo la puerta a un proceso que muchos consideraban vital para la estabilidad del país.
La relación tensa entre Colombia y Venezuela también añade un nivel de complejidad a la situación. Aunque Petro no ha reconocido la reelección de Nicolás Maduro, ha optado por mantener la comunicación con el país vecino, lo que podría complicar las negociaciones con el ELN, que opera en ambos lados de la frontera. “Cualquier proceso de negociación se va a volver muy difícil”, advierte el académico Basset, quien teme que un cambio de gobierno en Colombia en 2026 podría significar un retroceso en las relaciones con Venezuela y, por ende, en las posibilidades de diálogo con grupos armados.
En este contexto de violencia y tensión, la “paz total” de Gustavo Petro se enfrenta a un desafío monumental. Las cifras de muertes y desplazamientos son un recordatorio doloroso de que la paz en Colombia no se construye solo con buenas intenciones y leyes, sino que requiere de una transformación profunda de las estructuras sociales, políticas y económicas que han perpetuado el conflicto por décadas. El camino hacia la paz se presenta como un laberinto complicado, y el tiempo se agota para un gobierno que prometió ser el cambio, pero que ahora se encuentra luchando por no convertirse en un reflejo del pasado.