Hay mujeres que nacen con la luna en la frente,
con la palabra afilada y el corazón limpio.
Y por eso les temen.
Porque no se arrodillan.
Porque no traicionan.
Porque su luz ofende a quienes habitan en la sombra.
Hay mujeres que no nacen para agradar, sino para incomodar. Mujeres con la palabra afilada, la conciencia clara y la dignidad intacta. A esas se les teme. Porque no ceden. Porque no pactan con lo turbio. Porque su integridad desenmascara las oscuridades del poder.
En las entrañas del silencio institucional, se esconde una violencia sorda, disfrazada de formalidad, pero cargada de misoginia, manipulación y cálculo partidista. Callar ante eso es claudicar, no solo ante la historia personal, sino ante la memoria colectiva de tantas mujeres que han sido desprestigiadas por ejercer con decencia cargos públicos.
Durante mi gestión como comisionada de cultura en Nueva York, no fue el trabajo lo que pesó: fue la descomposición moral de ciertos actores políticos y mediáticos que, con absoluta impunidad, pretendían convertir la gestión cultural en un espacio de clientelismo y tráfico de influencias.
Me enfrenté a presiones para designar personas sin preparación ni vocación, como si el mérito fuese irrelevante frente a la lealtad partidista. En un acto oficial del INDEX, un dirigente me ordenó levantarme del asiento institucional como si la investidura de una mujer valiera menos que su ambición. Ese gesto no fue un simple incidente: fue un símbolo de algo más profundo. Un intento de reducir mi presencia institucional a un plano privado, como si la dignidad no tuviera derecho a ocupar lo público.
También intentaron seducirme con una corrupción maquillada de eficiencia: promesas ágiles, contratos sin alma, favores que se ofrecían en voz baja, como si la rapidez justificara la falta de ética. Me negué. Al no lograr someterme, pasaron al ataque: tejieron rumores, lanzaron acusaciones sin fundamentos y recurrieron a lo más vil —usar mi vida privada como arma para desacreditarme.
En realidad, no perseguían la verdad, sino la satisfacción de ver a una mujer arder en la hoguera del escarnio.
El precio de no ser comprada fue alto. Pero más alto habría sido el costo de traicionarme a mí misma.
Hoy, al ver cómo se repite el patrón contra la ministra Faride Raful, me recorre un escalofrío que no es solo memoria, sino advertencia. Otra mujer brillante, honesta, con dignidad y principios críticos, convertida en blanco de una maquinaria que no perdona la lucidez femenina. Porque aquí el poder no castiga la corrupción: castiga la independencia. Castiga a la mujer que no se deja coartar.
Y lo más triste —lacerante— es que a veces otra mujer se preste a dañar la imagen de quien debería ser su símbolo de victoria y redención.
A veces, la parte más oscura del alma humana se activa con placer: destruir al otro se vuelve un ejercicio de poder, y en ese acto, mueren la compasión, la vergüenza y el sentido común.
La ambición desmedida no solo corrompe: convierte la ética en obstáculo, y al otro en amenaza.
Así se entierra la dignidad ajena, no por necesidad, sino por conveniencia.
Y lo más perverso es cuando la traición llega disfrazada de cercanía, con rostro de mujer y voz de terciopelo. Porque no hay veneno más sutil que el que viene de quien debió sostenerte.
La defensa de Faride no se trata de simpatías personales es política, ética, colectiva. Es el deber de toda sociedad que aspira a algo más que la repetición del abuso. Y es aquí donde cobra pleno sentido la palabra sororidad, ese compromiso ético y político entre mujeres para sostenerse, defenderse y resistir juntas frente a un sistema que históricamente las ha dividido, oprimido y que busca silenciarnos. Porque la sororidad no es un discurso de moda, la solidaridad entre mujeres no es un hashtag, es una forma de resistir juntas. Porque si no nos apoyamos entre nosotras, ¿quién lo hará?
La frase de Hannah Arendt —“La verdad es demasiado débil para defenderse contra el poder si no encuentra aliados”— resuena con fuerza en este contexto. Lo que está en juego no es una figura pública, sino la posibilidad misma de que la ética tenga lugar en la vida institucional.
Muchos opinan con ligereza, desde la cima de su ignorancia o el frío cálculo del poder. Pero hay verdades que solo se revelan cuando se atraviesa el fuego. Yo lo atravesé. Y salí de pie.
La República Dominicana necesita mujeres que no pidan permiso para ejercer con carácter. Que tengan criterio para decir “no” aunque duela, y coraje para no renunciar a sí mismas. La cultura de la impunidad, del rumor, del descrédito como arma, debe ser confrontada con firmeza, no con complicidad.
Si hablar incomoda, que tiemble el silencio.
Porque hay momentos en que callar no es prudencia, es traición.
Y nosotras no nacimos para obedecer al miedo, sino para romperlo.
Como escribió Antonio Gramsci: “Odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia.”
En tiempos oscuros, la neutralidad es una forma de complicidad.
La dignidad exige ruido, palabra, paso firme.
Hablar, resistir, persistir.
Eso no es solo memoria:
eso también es futuro.
Eso también es historia.
* Lourdes Batista Jakab
Reside en Puerto Plata. Escritora, Gestora Cultural y Empresaria
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