Umbral

El hombre es el lobo del hombre, el hombre es hermano del hombre

Julio Disla
Por Julio Disla

 

El profesor de historia de la civilización 121, licenciado Ramón Rodríguez, organizó un debate sobre la guerra entre la tribu de Efraín y la de Galaad a propósito del capítulo 12 del libro sagrado de los jueces en la Biblia. En esta guerra vencieron los galaaditas, porque tomaron los vedos del rio Jordán. “Y aconteció que cuando algunos de los fugitivos de los hombres de Efraín decían: Dejadme pasar, los hombres de Galaad le preguntaban: ¿Eres tu efrateo? Si el respondía: No, entonces le decían: Ahora pues di shibbleth. Y si él respondía sibboleth, porque no podía pronunciarla de aquella forma, con la h. Entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. “Y fueron asesinado de los hombres de Efraín cuarenta y dos mil”.

La tribu de Efraín no tenía en su registro fonético la combinación de la sh, y dicen que Jefté, el jefe galaadita, se aprovechó de esa diferencia en la pronunciación para descubrir a sus contrarios. La palabra shibboleth, que significa espiga y torrente, entró en otras culturas como símbolo del Santo y seña para pasar a otro lugar. Cualquier parentesco en el uso de la palabra perejil en la “matanza haitiana en la Era de Trujillo”, fue pura casualidad.

Si el relato bíblico oculta una batalla por la hegemonía de un pensamiento religioso o supremacía de intereses, lo que subyace como elemento terriblemente humano es, ¿qué pasa cuando la tribu que extermina a otra se ubica en la posición de sociedades más complejas?

El dilema termina siendo este: El hombre es el lobo del hombre, es hermano del hombre, o como diría el ensayista venezolano Mariano Picón Salas: ¿dentro del hombre hay un lobo que aúlla?  Tal vez la comparación con el lobo no sea del agrado feliz, y dentro del hombre también vive un reino animal.

Bárbaros eran, ante la mirada del otro “superior”, los extranjeros, luego los salvajes, los pueblos incultos, los que no son cristianos, y así hasta completar una larga lista, en la cual una tribu en nombre, incluso de Dios, pisotea la cara del colonizado y marginado. Y en esa larga lista de pueblos hostigados está el pueblo hebreo, perseguido por imperios y poderes judiciales.

El pueblo hebreo, junto a otros, fueron aniquilados en la gran matanza colectiva. Los nazistas, del otro lado del rio, se consideraron una raza superior. Y muchos aplaudieron. Pero el humo de los crematorios de Auschwitz está lleno de dolorosos simbolismos dibujados con temblor por las manos del médico judío Viktor Frank, en ese testimonio que lleva por título: “Un hombre en busca de sentido”.

El hombre hace la cámara de gas; hay otro hombre en la puerta de los hornos, es el capo y miembro del mismo pueblo herido, quien despide con desprecio a sus hermanos por tal de salvarse; y otro hombre entra a la cámara de gas, alzando la plegaria sagrada: Shemá Israel. ¡Qué diversidad de comportamiento humanos!

Detrás de los modos de pronunciar los nombres están las culturas, y también las ideologías, el sistema político, que puede empujar a los hombres al exterminio y al fanatismo. Toda muerte duele, sea de judío o de palestino.

¿Y se puede aceptar sin conmovernos, ver caer la muerte sobre personas inocentes, en nombre de cualquier terror? ¿No causa horror tanto fuego sobre una ciudad que no es Sodoma, ni Gomorra, porque ahora se llama Gaza? ¿Regresa Auschwitz, en el campo abierto de una ciudad? ¿No tienen los palestinos derechos a tener su propia tierra?  ¿Cuándo un hombre aniquila a otro hombre, no se aniquila a si mismo?

Tengo ante mis ojos un libro sagrado y, por la ventana del televisor, pasan las imágenes repetidas de hombres que se despedazan. Edward Munch, en un cuadro inmortal, grita sobre el puente de Oslo. Muchos gritos se suman al dolor de los que mueren en los bandos en pugna. Solo puedo desenfundar un poema, que no es de la autoría del poeta del Jaya Félix García.

“Atraviesa una luz la sinagoga/la mezquita, el templo en Jerusalén/Pero los hombres olvidan las palabras para cruzar el río Jordán/Eso que ves caer sobre la ciudad/no es una estrella enloquecida que por amor se muere/: Es la muerte de la muerte en las manos de un niño/ No son tatuajes lo que ves/es la piel quemada por el odio/En la rama humeante no cantan los pájaros/Hay una mordida del hombre y no amanece/Dios se ahoga en la ciudad triturada por los gritos/Un niño camina por el borde de las paredes vacías/el patio: mudo de juegos y esperanzas/madre se fue, sin decir adiós”.

Y a pesar de todo, un hombre espera en la otra orilla del río. No te pide que pronuncies la palabra. Solo te extiende las manos para ayudarte a pasar. Y mi madre se asoma desde las tierras de nadie para decir:” El mundo es un templo hermoso donde caben en paz, los hombres todos de la tierra”. “Hay una luz encendida dentro de la casa del hombre, y se niega a morir”.

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