Por Altagracia Paulino
Tras la muerte de Francisco Ortiz Báez, defensor del río Tireo, a manos de extractores de arena a quienes enfrentó de manera valiente por entender que hacían un daño irreparable al río, aparte de la indignación por la desaparición física, también he pensado en la propiedad de la arena.
La arena es un recurso no renovable y el producto más utilizado en el mundo después del agua, por su vinculación con las construcciones que se llevan a cabo en todo el mundo, las que perfilan el crecimiento económico de las potencias y los países en vías de desarrollo.
La demanda de arena, grava, piedras y agregados ha sido exponencial en los últimos 50 años en nuestro país. Nadie niega el crecimiento económico de la República Dominicana en los últimos 30 años, donde la capital ha crecido hacia arriba y está repleta de torres y pisos que nada tienen que envidiar a los rascacielos de Nueva York. Todos construidos con arena de los ríos.
Los ríos y sus componentes son parte del patrimonio tangible de los dominicanos y, como tal, deben ser celosamente administrados y, por tanto, regulados debidamente para que su uso sea racional.
Existe la Ley 123, promulgada el 10 de mayo del año 1971, que prohíbe la extracción de arena y agregados de los ríos, pero, a la vez, permite las concesiones y permisos para hacer uso del recurso.
Esa ley tiene 53 años y, aunque penaliza a los que usen la arena sin permiso, con multas desde 500 a dos mil pesos, ha quedado totalmente desfasada debido a que, primero, nadie la cumple y, segundo, porque las penalizaciones no generan las consecuencias para que sea respetado ese patrimonio.
Es hora de regular las extracciones de arena y agregados de los ríos. Deben ubicarse los lugares donde el daño sea menor para otorgar un permiso y vigilar su debido cumplimiento. Debe revisarse la ley y adaptarla a nuevas reglas.
La ley vigente dice que el Poder Ejecutivo puede prohibir definitivamente las extracciones en áreas donde se ponga en riesgo la vida del río y de la fauna y flora que lo circundan.
Numerosos ríos han desaparecido del territorio como consecuencia de las extracciones indiscriminadas y sin regulaciones. Quienes consiguen un permiso para sacar arena creen que es de por vida.
Otro elemento que menciona la Ley 123 es que, por cada metro de arena, el que usufructúa del permiso debe pagar 10 centavos, de los cuales 5 centavos van al fisco y el restante al ayuntamiento de la localidad.
La verdad es que la arena es un regalo del que han surgido muchas riquezas. Eso debe cambiar para que el Estado se beneficie y para que se regule debidamente el uso de ese recurso que, por demás, no es renovable.
Un río que ha perdido toda su arena deberá esperar miles de años para recuperarse, de modo que se requiere una determinación rigurosa para hacer un uso racional del recurso, pero, sobre todo, para salvar al río.
Los intereses que se mueven en torno a la arena son muy fuertes y poderosos, tanto que el exministro Orlando Jorge Mera los definió como carteles peligrosos. El desafío es regular mediante una nueva ley fuerte y una vigilancia que impida lo que está ocurriendo ahora, donde la parca ha asomado su guadaña.