Hoy en España nadie habla de Vox y sus 15.000 comparsas en la plaza de toros; todos hablan de la tontería de un desaforado que no sabe cerrar la boca cuando debe
Por Martín Caparrós
El señor Milei trabaja de sorprendernos, asombrarnos, hundirnos en la perplejidad: frente a él, muchas veces no sabemos qué pensar. La duda avanza, cruel, burlona.
No es poco, en estos tiempos previsibles, que alguien consiga no serlo; también es cierto que los peores accidentes son, por definición, imprevisibles. Pero, más allá de ese mérito o demérito, la discusión que divide a la tribuna es simple: ¿lo hace porque decide hacerlo, lo hace porque no puede no? ¿Es o se hace?
Hablamos de su violencia, de su grosería, de su insistencia en insultar a cualquiera que no le rinda pleitesía: lo ha hecho con políticos y periodistas, por supuesto, pero también con amigos o ex amigos, economistas de su cuerda, los millonarios de Davos, el Papa, varios jefes de Estado –dijo que el colombiano Petro era “un asesino terrorista”; el brasileño Lula, “comunista y corrupto”; el mexicano López, “un ignorante”– y siguen firmas.
Hay quienes dicen que es una estrategia: que, por un lado, su talante violento lo diferencia de los demás políticos –”la casta”, dice él– y lo acerca al cabreo monumental de millones de argentinos tras tantos años de fracasos; que hace cinco años era nadie y que fueron esos vómitos los que lo llevaron al poder, así que no ve ninguna razón para cerrar la boca.
Y que, por otro lado, tanto ruido mefítico distrae a sus compatriotas y al resto del mundo de la situación desastrosa en la que sigue la Argentina bajo su mandato: una recesión del 30% o 40%, decenas de miles de despidos, aumento del hambre y la miseria, una administración desquiciada y una inflación –que él celebra por baja– del 8% mensual. Y que, entonces, el mundo hable de él por sus gritos y exabruptos –y que algunos incluso lo celebren– es su mejor truco para que no veamos lo que hace cuando calla. Sería una forma de ejercer el poder político basada en la distracción que proveen la violencia verbal, el desprecio por los diferentes, el llamado a ultimarlos: algo que cada vez se vuelve más común porque rinde dividendos, porque cada vez hay más votantes y/o personas dispuestas a seguir esos gritos.
Lo cual ha producido, como sabemos, un incidente diplomático entre mis dos países, Argentina y España. Como argentino tengo vergüenza por este señor, sorpresa y pena por los 15 millones de señoras y señores que lo llevaron al Gobierno. Como español creo que no hay ninguna razón para aceptar que un presidente extranjero venga a desparramar su mala educación y sus rencores. El ministro Albares dijo ayer que “España exige al señor Milei disculpas públicas” y que si no las ofrece “tomaremos todas las medidas que creamos oportunas para defender nuestra soberanía y nuestra dignidad”. El señor Milei tenía previsto volver a Madrid, en otro “viaje privado”, el 20 de junio para recibir una condecoración de otra sociedad de ultraderecha; me pregunto si esas “medidas que creamos oportunas” incluyen la opción de no dejarlo entrar o, más diplomáticamente, hacerle saber que sería mejor que no viniera.
Ojalá. Sería, con suerte, una forma de que el señor entienda –eventualmente– que no puede hacer todo todo todo lo que se le cante. Lo cual debería ser, antes que nada, la tarea de los argentinos, pero si los españoles quieren ayudarnos…