La mujer habitada constituye la ópera prima en el ámbito narrativo/novelístico de la escritora nicaragüense Gioconda Belli, quien previamente se había dado a conocer por su obra poética, en la que plasmó su identidad como mujer, madre, revolucionaria y feminista. Estos elementos le otorgaron un lugar destacado dentro de su generación y movimiento literario.
Cabe destacar que Belli surge en el contexto del denominado Post-Boom latinoamericano, una corriente en la que diversos autores del continente se beneficiaron de una industria editorial en expansión, lo que facilitó la difusión e internacionalización de sus obras, sin importar el género literario, y les brindó oportunidades económicas que sus predecesores no habían tenido en igual medida. Este movimiento también se caracterizó por una mayor presencia de mujeres autoras y por una expresión más abierta en torno a la sexualidad y las realidades sociopolíticas que atravesaban sus vidas.
La mujer habitada narra las vidas paralelas de Lavinia e Itzá, separadas por siglos pero unidas por una esencia común: la autosuficiencia como mujeres, el pensamiento crítico frente a los modelos sociales imperantes y la decisión de luchar por causas que ambas consideran justas y necesarias.
Lavinia es una joven arquitecta recién graduada en Europa, con sueños y ambiciones profesionales. Fue criada con la idea de ser independiente, y el matrimonio o la maternidad no figuraban entre sus prioridades vitales. Itzá, por su parte, es una joven indígena de la época de la colonización. Aunque los roles de género preestablecidos han perdurado en el tiempo, Itzá representa una ruptura: no anhelaba formar una familia, sino que observaba con indignación los abusos perpetrados por los colonizadores españoles, quienes imponían su religión, sus costumbres y su dios, en nombre de un poder que legitimaba la violencia contra los más inocentes y vulnerables.
Puede decirse que esta historia insinúa la noción de la reencarnación, dado que la presencia de Itzá en la vida de Lavinia carece de una explicación racional. Atraviesa más de quinientos años de historia para habitar un naranjo y, desde allí, observar y guiar. Desde que se funde con el árbol, Itzá sigue de cerca los pasos de Lavinia, incluso antes de que esta florezca simbólicamente. Su rutina, aparentemente simple y predecible, contrastaba con la intensidad de la experiencia colonial: Lavinia había regresado de Francia y trabajaba como arquitecta en su ciudad natal, Paguas. Sus días eran monótonos —oficina, obras, planos, proyectos— y sus fines de semana los compartía entre cafés con amigas y salidas nocturnas.
Sin embargo, el destino le tenía reservado un giro que pondría a prueba su idea de independencia, especialmente en un contexto donde las estructuras patriarcales aún dominaban. La realidad social del país exigía que toda persona, sin importar su género, se implicara activamente en la transformación de una situación insostenible.
En su primera semana de trabajo, Lavinia conoce a Felipe, quien cambiará su vida de manera irreversible. Él no solo desafía su visión sentimental de la autosuficiencia, sino que le revela un rostro oculto de la realidad que había ignorado: la violencia estructural y la represión política que aquejaban a su nación. Criada en una familia acomodada, Lavinia había sido formada para pensar en grande, pero al mismo tiempo, se mantenía ajena a las condiciones más crudas de su entorno. Es justamente esta conciencia la que despierta la esencia de Itzá en su vida: el espíritu de lucha, valentía y rebeldía.
Sin que ella lo buscara, Felipe —junto a Sebastián— introduce a Lavinia en un mundo clandestino y revolucionario. Este encuentro la confronta con una nueva versión de sí misma, que desmantela las certezas sobre las que había construido su vida. A partir de ese momento, comprende que es necesario actuar, aunque sea mínimamente, para transformar una realidad dolorosa y opresiva.
Fue ese domingo, durante la preparación del desayuno, cuando Itzá se interiorizó definitivamente en el ser de Lavinia. A través del jugo de naranjo, la indígena se instaló en su cuerpo y conciencia. Desde entonces, Itzá habita tanto el árbol como la mujer, conociendo sus temores, alegrías y emociones más íntimas. Se convierte en una guía constante, susurrándole fuerza, valor y rebeldía; motivándola a luchar, a marcar la diferencia, a convertirse en una guerrillera en defensa de su pueblo.
Resulta fundamental destacar la estructura narrativa alternada de la novela. La historia de Itzá se entrelaza con la de Lavinia, ofreciendo al lector un testimonio en primera persona que funciona como un triálogo entre la voz indígena, la autora y el lector. Esta técnica enriquece el relato al dotarlo de múltiples perspectivas y profundidades históricas.
Conociendo parte de la biografía de Gioconda Belli, podría interpretarse que Lavinia es una figura alegórica de la propia autora, una suerte de alter ego que le permite narrar su experiencia personal dentro del movimiento revolucionario sandinista, al que perteneció hasta principios de los años noventa. Así, la novela se nos presenta como un género idóneo para retratar de forma vívida y conmovedora las realidades crudas de un país —Nicaragua— que hoy, tristemente, continúa inmerso en una dictadura que lo ha alejado de América Latina y del mundo.
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La autora de este artículo es estudiante de la Licenciatura en Letras Pura, por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)
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