Julio Guzmán Acosta
La actual situación migratoria entre Haití y la República Dominicana pone al descubierto no solo la complejidad de nuestras relaciones bilaterales, sino también el peligro latente de un nacionalismo mal entendido. La reciente estrategia del gobierno del presidente Luis Abinader, que apunta a deportar semanalmente a diez mil haitianos indocumentados, ha desatado una serie de reacciones adversas en la sociedad. El nacionalismo, invocado por algunos sectores bajo una fachada de patriotismo, se ha convertido en una herramienta para promover la intolerancia y la violencia en lugar de la unidad y el respeto.
Según ha dicho el gobierno las deportaciones se realizarán respetando los derechos humanos y la dignidad de las personas; sin embargo, las denuncias sobre abusos y violaciones de derechos son alarmantes. En la primera semana de ejecución de estas medidas, más de 9,100 personas fueron deportadas, muchas de ellas con residencia regular en el país, lo que plantea serias dudas sobre la eficacia y humanidad de esa decisión. Cada deportación representa una vida, una historia, un ser humano que puede o no estar en condiciones de regresar a un país que enfrenta enormes dificultades.
Al mismo tiempo, la cantidad de haitianos en República Dominicana se ha convertido en un tema de discusión polarizada, con estimaciones que oscilan entre los 500 mil y los dos o tres millones. Esta confusión no solo refleja una falta de rigor sobre eso datos, sino también un clima de miedo y desconfianza alimentado por discursos que pintan a los migrantes haitianos como amenazas en lugar de vecinos. Aquí es donde se hace evidente la necesidad de una discusión más informada y matizada sobre quiénes son realmente estos individuos que tanto tememos o despreciamos.
En el contexto de estas tensiones, han surgido grupos de ultraderecha que han tomado la delantera en una especie de caza de brujas contra los ciudadanos haitianos. Estos promotores del odio, disfrazados de defensores de la patria, están propagando campañas de intolerancia que ni siquiera son sostenibles en un país que ha sido históricamente un crisol de culturas. Exigen, prácticamente, que los dominicanos rompan lazos con los haitianos, incitando al boicot de servicios y a la persecución directa. La reciente amenaza a las oficinas del Movimiento Sociocultural para los Trabajadores Haitianos (MOSCTHA) es solo un ejemplo más de cómo aquellos que invocan un patriotismo tergiversado están dispuestos a traspasar los límites de la ley y de la moralidad.
El papel del gobierno en esta situación es fundamental. La responsabilidad de garantizar el orden público y el respeto por la dignidad de todos los seres humanos en el territorio nacional recae en el estado. La violencia y el acoso, como si fueran una extensión de la política migratoria, no son aceptables. La falta de acción por parte del Ministerio de Interior y Policía podría interpretarse como un abandono de su deber, o un apoyo implícito y permitiendo así que grupos fascistas y racistas usurpen la autoridad del Estado. La respuesta debe ser firme y eficaz; no solo para proteger a aquellos que son objeto de odio, sino también para preservar la imagen y el carácter de una nación que se ha enorgullecido de su diversidad.
Es imperativo que se combatan las inseguridades y el temor propagado por estos grupos extremistas. La historia nos ha enseñado que el nacionalismo extremista puede ser una trampa mortal. Las similitudes con los movimientos racistas y xenófobos que condujeron a atrocidades inimaginables en el pasado son innegables. Si no se manejan adecuadamente, estas provocaciones pueden desembocar en una tragedia que afecte no solo a los haitianos en nuestro territorio, sino a la República Dominicana en su conjunto.
La solución a la migración haitiana no radica en políticas de deportación masiva, que sólo perpetúan el sufrimiento y la desconfianza. En lugar de eso, el gobierno y la sociedad deben trabajar en conjunto para establecer un marco regulador que considere la dignidad humana, la historia compartida y la necesidad de una convivencia armoniosa. La verdadera defensa de la patria debe ir de la mano con el respeto por los derechos humanos y la construcción de un país inclusivo, donde los valoremos por su humanidad en lugar de ser vistos como una amenaza.
En conclusión, es esencial que repensemos lo que significa ser patriota en el contexto actual. El llamado a proteger nuestra nación no puede llevarse a cabo a expensas de la dignidad de otros. La historia del pueblo dominicano está intrínsecamente ligada a la de nuestros vecinos haitianos, y al final del día, todos compartimos este terreno. La política de la división, el odio y el temor solo nos aleja de la posibilidad de construir un futuro más justo y solidario, uno donde el verdadero patriotismo sea abrazar la diversidad y reconocer los derechos de todos, sin importar su origen.