Un estudiante es arrestado este jueves durante una manifestación pro Palestina en la Universidad de Texas en Austin.
Las universidades de EE UU se convierten en el epicentro de la protesta contra la guerra en Gaza. Una periodista que estudia en Nueva York lo narra desde su campus
Por Sara Selva Ortiz
En la mañana del 18 de abril, B. dormía en el campamento que el movimiento estudiantil por Palestina de la Universidad de Columbia, en Nueva York, había montado un día antes en mitad del campus para protestar contra los bombardeos israelíes sobre Gaza. Estaba agotado, después de días sin descansar organizando al detalle la acampada. A pesar de ser uno de los estudiantes encargados esa jornada de la seguridad, decidió echar una cabezada, pero a la una de la tarde, le despertó el ruido de la policía, que había entrado en el campus y estaba amenazando con arrestar a sus compañeros.
B., que pide utilizar solo su inicial por miedo a represalias, abrió la cremallera de su tienda y vio a sus amigos sentados en círculo, rodeados por decenas de agentes antidisturbios. No le dio tiempo a sentarse con ellos. En cuanto salió de la tienda, aún desorientado, un policía le ató las muñecas con bridas de plástico y le condujo fuera de la Universidad. Estaba detenido y, con él, otros cientos de estudiantes.
La escena desató un terremoto que ha puesto a la cúpula de Columbia contra las cuerdas y que se ha extendido por todo el país, de costa a costa. Inspirados por lo ocurrido en Nueva York, los alumnos han montado campamentos a apoyo a los palestinos en decenas de universidades, provocando incidentes similares, con la policía irrumpiendo en los campus para llevarse a los manifestantes detenidos, una imagen que no se veía desde finales de los años sesenta. El mismo día que una acampada es desmantelada, otra aparece en alguna punta de Estados Unidos, en Pittsburg, Rochester, California, Pensilvania o en Washington. La energía y movilización de miles de estudiantes ante la guerra en Gaza, desatada por Israel tras el ataque de Hamás a su territorio el pasado 7 de octubre, en el que fueron asesinadas 1.200 personas, han colocado a las universidades en el epicentro de las protestas a favor de los palestinos en el país, y la respuesta de sus rectorados ha abierto un debate sobre las garantías a la libertad de expresión.
La invasión de la Franja, donde las autoridades palestinas registran ya más de 34.000 muertos, también ha impactado en la política de Estados Unidos, el mayor aliado de Israel. El presidente, Joe Biden, ha sufrido el castigo de parte de los votantes en las primarias demócratas de cara a las elecciones de noviembre, y mantiene una relación tensa con el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ahora en torno a su plan de invadir Rafah, en el sur de la Franja, donde se refugia más de un millón de palestinos.
En la Universidad de Columbia, las concentraciones han sido constantes desde que se desató la guerra, pero con el campamento, el movimiento estudiantil ha ido un paso más allá. Lo organizaron al detalle, con grupos distribuidos por distintos edificios del campus, preparados para salir de madrugada, saltar las vallas de una de las explanadas de césped y empezar a montar sus tiendas de campaña. Colocaron una enorme pancarta en la que se leía “campamento en solidaridad con Gaza” y “zona liberada”, en un guiño a las protestas de 1968, en plena guerra de Vietnam, donde los estudiantes ocuparon varios edificios antes de ser detenidos por la policía.
El objetivo de las acampadas, en Columbia y en el resto de las universidades, es pedir que las instituciones rompan relaciones con todas las empresas y donantes que mantienen algún lazo con Israel. Que dejen de invertir y recibir dinero de compañías e individuos que “se están beneficiando del genocidio, el apartheid y la ocupación de Palestina”, según claman los organizadores.
En Columbia, la acción del movimiento estudiantil coincidió con la comparecencia en el Congreso de Minouche Shafik, la presidenta de la universidad, el 18 de abril, para informar sobre las medidas que está tomando para combatir el antisemitismo en el centro, un asunto que ya ha costado el puesto a las rectoras de la Universidad de Harvard y de la de Pensilvania.
Iam, uno de los organizadores de las protestas. Fue uno de los 108 detenidos el 18 de abril.
Shafik tardó solo un día en anunciar la expulsión de los alumnos de la protesta y autorizar a la policía de Nueva York a entrar en el campus para desmantelar el campamento y llevarse a los estudiantes detenidos por allanamiento de morada. Los agentes entraron en el recinto a la vez que el correo electrónico de Shafik informando de la decisión llegaba a los buzones de todo el alumnado, que se empezó a congregar alrededor de la explanada en apoyo a sus compañeros.
Cuenta Iam, uno de los organizadores, que en cuanto la policía le colocó las bridas, empezó a cantar. Siguió haciéndolo mientras le arrastraban fuera del campus y después, de camino a la comisaría. El resto de los estudiantes se unió en un coro, lo que desconcertó a los policías. “Nos hizo mantenernos unidos, con fuerza. Los agentes no sabían cómo reaccionar”, recuerda B.
Al salir del calabozo, esa misma noche del día 18, se encontraron con decenas de personas que se habían acercado a recibirlos. La acción policial no había conseguido amainar las protestas. Todo lo contrario. Cientos de estudiantes habían ocupado otro de los jardines del campus y no tenían intención de moverse de allí. A B. se le saltaron las lágrimas.
Sarah, una estudiante de posgrado, fue una de las primeras en saltar las vallas de la segunda explanada para continuar con la movilización. No estaba organizado, fue una reacción impulsiva. “Sin haberlo hablado, todos teníamos claro cuál era el siguiente paso”, asegura. En cuestión de horas, empezaron a recibir donaciones: comida, mantas, edredones, tiendas de campaña. Volvieron a colocar la pancarta, flanqueada por banderas palestinas clavadas en el césped. Estaban preparados para un segundo campamento.
Mes de graduación
Desde entonces, el campus de la universidad vive dos realidades paralelas. La institución, una de las más prestigiosas de Estados Unidos, se está preparando para la graduación, que se celebra el 15 de mayo. Los operarios ya han colocado las gradas y están cubriendo los jardines con plataformas de césped artificial. Hay palets amontonados por todos lados y estudiantes vestidos con las togas celestes de la graduación haciéndose fotos en los lugares más emblemáticos del campus. Todo mientras, en una de las explanadas, centenares de estudiantes acampan día y noche, convirtiendo la zona en una comunidad cada vez más organizada y a la que cada vez se suma más gente.
Iam volvió al campamento en cuanto salió del calabozo y, desde entonces, no ha pasado por su casa. Dice que se siente más cómodo aquí. Algunos de los manifestantes no tienen opción. La universidad, al expulsarles, les ha echado también de la residencia universitaria, dándoles solo 15 minutos para recoger sus cosas.
A la entrada de la zona de protesta, controlada por un equipo de seguridad de estudiantes, están las normas de la comunidad. La primera es comprometerse a tener siempre presente la razón por la que están ocupando el espacio: en solidaridad con el pueblo de Gaza. Las vallas que rodean la explanada están decoradas con banderas palestinas y carteles con sus demandas. Dentro, hay unas 100 tiendas de campaña colocadas en fila en los laterales, dejando un espacio libre de césped para las actividades. Hay un programa diferente cada día, con clases, charlas, talleres de seguridad para prepararse para un posible arresto o eventos culturales. Los estudiantes se reúnen a pintar carteles, estampar camisetas, para aprender sobre primeros auxilios, o a hacer yoga. Hay alumnos con sus ordenadores, haciendo los deberes, leyendo libros. Se respetan los momentos de rezo, con los estudiantes formando una barrera humana con mantas para mantener la intimidad, e incluso se ha celebrado la Pascua judía. Entre otros, se han acercado para dar apoyo a los estudiantes personalidades como el filósofo Cornel West; la actriz y activista Indya Moore; el periodista gazatí Motaz Azaiza o el politólogo y escritor Norman G. Finkelstein.
Comida hay de sobra gracias a las donaciones, y también juegos de mesa, cargadores inalámbricos, ropa de abrigo o generadores eléctricos. A Audrey Oh, una exalumna de la Universidad, que se acerca a menudo a apoyar a sus compañeros, le sorprende la cantidad de suministros que han conseguido en tan poco tiempo. “Fui a pedir una tirita y me preguntaron de qué tamaño la quería y si la prefería impermeable”, dice riéndose.
Resiliencia palestina
Leyal, una de las organizadoras palestinas, cuenta que, en el campamento, se siente como en casa, que ve en la solidaridad, el compromiso y la resiliencia de sus compañeros rasgos propios de las familias palestinas. “En clase, nos dividen y nos enfrentan en competiciones porque en eso consiste el mundo académico. Esto es un ejemplo de lo que sucede cuando la gente hace uso de su poder y conocimientos para ponerlos al servicio de la comunidad”, explica. Leyal reconoce que la mayoría son estudiantes privilegiados, que están pagando en torno a 60.000 dólares (unos 56.000 euros) al año por su educación. Los organizadores calculan que alrededor de 200 estudiantes duermen en el campamento todas las noches, pero centenares más se acercan a pasar el día. La Universidad de Columbia tiene más de 30.000 estudiantes.
El ambiente es pacífico, pero no festivo. Hay tensión: en los carteles, que recuerdan el sufrimiento de los palestinos; en los eslóganes, que llaman a una revolución para lograr la liberación de Palestina. Y porque muchos participantes se cubren la cara con mascarillas, que reparten a la entrada, o con kufiyas. No quieren ser reconocidos, por eso la mayoría ha preferido que su nombre completo no aparezca en este reportaje. Las nacionalidades son diversas, también las religiones, y no todos están de acuerdo en todo, pero se respetan y debaten porque todas las decisiones se toman de forma colectiva. La tensión se nota, también, en la calle, con protestas de signo palestino o israelí prácticamente diarias, policías controlando la entrada a la universidad, normalmente abierta al público, y helicópteros sobrevolando el campus.
Indya Moore, actriz, modelo y activista estadounidense que vino al campamento a mostrar su apoyo a los estudiantes.
Es ahí, fuera del campus, donde se han visto algunos incidentes antisemitas que empañan las protestas en el interior. Tanto la dirección de la universidad, como políticos demócratas y republicanos, han utilizado esos incidentes para insistir en que los estudiantes judíos no se sienten seguros en el campus. “El Congreso no va a callar mientras los estudiantes judíos tienen que quedarse en casa escondidos sin ir a clase por miedo”, afirmó el portavoz del Congreso, Mike Johnson, en una visita el martes al campus, mientras cientos de estudiantes le abucheaban.
“Los estudiantes judíos están seguros en el campus. Hay mucha provocación, pero hay que distinguir entre la protesta pacífica y las provocaciones, entre el antisemitismo y el anti-sionismo,” explica Marianne Hirsch, profesora de Columbia y experta en estudios sobre el Holocausto. “Están utilizando el antisemitismo como un arma. Lo que de verdad buscan es acabar con el debate libre y el pensamiento crítico”.
Columbia no solo tiene a parte de los alumnos en contra. También a profesores, que ven amenazada su libertad académica. El lunes pasado, decenas de docentes se manifestaron en el campus, algunos vestidos con sus togas y birretes, para mostrar su apoyo a los estudiantes y la repulsa ante la actitud de la Universidad. Suchitra Vijayan, profesora de Historia Oral y Derechos Humanos en Columbia, era una de ellas. Está orgullosa de ver a sus estudiantes aplicando en la vida real lo que ella enseña dentro del aula. “Están experimentando con una nueva forma de vivir. El poder de la protesta es también imaginar un futuro diferente”, explica. “Están aprendiendo más en el campamento de lo que han aprendido en años en la Universidad de Columbia”.
Vijayan cree que la cúpula de la universidad está respondiendo con dureza porque tiene miedo a perder su poder y el apoyo del lobby sionista. “El genocidio es un negocio y estas instituciones se benefician de él. Pero ahora tienen a un movimiento estudiantil movilizado que les está diciendo que no pueden seguir haciéndolo. Y lo que van a hacer estas instituciones poderosas y autoritarias es usar el poder brutal del Estado para machacarlos”, sostiene. Esta profesora, que en su temario siempre incluye material sobre Palestina, está experimentando cómo la Universidad, que debería ser un espacio para el debate y el desacuerdo, está dejando de serlo, en su opinión. “Hay ciertas ideologías que ya no están abiertas al debate, y eso no es ni libertad académica ni libertad individual”. Este periódico se ha puesto en contacto con el rectorado de la Universidad de Columbia sin recibir respuesta de momento.
La cúpula de la Universidad y los organizadores de las protestas han negociado desde el primer día, sin llegar a un acuerdo. Los estudiantes, inspirados por lo que ocurrió en 1968, cuando las protestas consiguieron doblegar al rectorado, no tienen intención de rebajar sus demandas. “La lucha estaba en el ADN de la Universidad y ha revivido ahora, con esta guerra”, dice B. No les importa que la policía les vuelva a arrestar, que Columbia les expulse. Creen que, con su movilización, pueden conseguir un cambio. “Si desmantelan este campamento, montaremos un tercero. Y un cuarto. No nos van a parar. Estamos haciendo historia”, asegura uno de los organizadores.