El lucrativo negocio de propagar odio y/o hacer el ridículo
RAMON LUNA No debe extrañar que la explotación del negocio del odio y la proliferación de adefesios en las redes sociales sea tan lucrativa y esté tan extendido. Ambas actividades podrían ser tan rentable como la venta de sustancias ilegales. La difusión de mensajes de odio y algunos de los contenidos que se propagan a través de las redes sociales debieran ser castigados de manera ejemplar. Como las drogas, esos contenidos, provocan dolor y muerte. Sin embargo, aunque la aparición de las redes sociales es un medio de difusión al alcance de todos y ha servido de lanzadera de estas prácticas asquerosas, el uso del odio como herramienta de ataque es tan antiguo como las religiones. Basta con mirar al pasado para descubrir cuan rentable han sido Satanás, la herejía, los impios y otras hierbas aromáticas. Posiblemente, Satanás es la primera y más rentable teoría de conspiración. Tener un enemigo es el argumento perfecto para propagar el odio y si ese enemigo no existe, como hacen Putin, Trump, Meloni y otros “lideres” políticos, hay que inventarlo. Los judíos, quienes sufrieron de lo lindo el odio ancestral de los hitlerianos, saben bien lo que el discurso del odio puede generar. Claro, por lo que han hecho después que los palestinos le tendieron la mano, es fácil concluir que terminaron siendo aventajados discípulos del nazismo. Todas las religiones han crecido sobre los mismos argumentos: la oferta de una vida eterna a un sujeto cuya existencia es más corta que una cucaracha en un gallinero, la venta de ciudadanía para ser parte del pueblo elegido y el desprecio, disfrazado de compasión, hacia quienes no actúan como manda mi señor. ¿Con qué se come que uno de los negocios de Trump sea la venta de biblias? Precisamente, biblias. ¿Sería debate el aborto si los hombres parieran? ¿Borramos de la faz de la tierra los aportes de Alejandro Magno, Cayo Julio César y Alan Turing por su preferencia homosexual? ¿Cuál es el problema de que cada cual se acueste con quien le de la gana? ¿No consiste en eso el libre albedrío? Los dueños de la verdad no se conforman con tener la libertad de ir por ahí vendiendo idioteces, ahora quieren imponernos, mediante sus instrumentos políticos y cuantiosos recursos digitales, su verdad y su agenda. No aceptan que la época donde la verdad era un patrimonio exclusivo de la iglesia es cosa del pasado. A quién se le ocurre llamar delincuentes a millones de seres humanos, en nombre de la libertad de expresión, ¿sin aportar ningún tipo de prueba? Pero es más desconcertante ver a miles de cristianos, biblia en mano, aplaudiendo como focas. Están mejor representados los evangelicuchos por un delincuente y mentiroso compulsivo, ¿qué por un inmigrante que cumple con sus obligaciones y se congrega los domingos? ¿Por qué en los Estados Unidos de América sólo son inmigrantes los hispanos, los musulmanes y los africanos? Los demás son italoamericanos, irlandeses y/o descendientes de la madre patria. Nadie llama extranjeras a las mujeres de Trump a pesar de que, dos de las tres con las que ha estado casado y sin contar a las que ha agarrado por su parte íntima por ser rico y famoso, no nacieron en los Estados Unidos. Eran más americanos el abuelo y la madre de Trump, quienes nacieron en Alemania y Escocia, que los padres de Kamala Harris, quienes nacieron en la India y Jamaica. Podrían esas valoraciones estar orientadas a capitalizar el complejo de inferioridad que arrastran millones de ciudadanos que, dice Trump, llegaron a Estados Unidos desde paìses de mierda. ¿Dónde dice la biblia que el estatus legal de una persona determina la posibilidad de ganarse la “vida eterna”? El discurso del odio ha sido abrazado por muchas personas a las que la consecusión de una ciudadanía extranjera les cambió el color de la piel, les borró ese pasado de miseria en el que fue determinante una mano solidaria y desapareció de sus cabezas el desprecio de aquellos a quienes defienden con devoción. La aporofobia, odio a los pobres, es uno de los combustibles de los mercaderes del odio. Un buen ejemplo son los patrioteros dominicanos que han convertido el tema haitiano en un burdo negocio. Muchos de los que repudian al pueblo haitiano, no tienen inconveniente con que los gringos nos invadieran dos veces. Por el contrario, darían lo que fuera por no perder sus permisos de residencia. Durante décadas la República Dominicana ha servido de refugio a pedófilos, traficantes y estafadores europeos cuyo color de piel le sirve de escaparate. Está en manos de nuestros gobernantes crear mecanismos que garanticen la integridad de todos, pero sabemos que todos no somos igual de vulnerables. Los que están haciendo caja con el discurso de odio han encontrado en las redes sociaKamales una caja de resonancia y actúan con total impunidad. Por eso, siempre ponen el foco en los mismos grupos: extranjeros, mujeres, homosexuales, gente con una creencia religiosa diferentes y pobres de todo tipo. Los algoritmos de las redes sociales confirman que el insulto, el despropósito, el mal gusto, el ridículo y la desvergüenza facturan más que la sensatez y el análisis riguroso. Que una anónima busque su minuto de gloria diciendo que se acuesta con su hijo, genera más reproducciones que una conferencia de Moisés Naín o un concierto de Joan Manuel Serrat. Así vamos. Es tan grande el despropósito, que cuando ocurre un hecho horrendo importa más la nacionalidad de los involucrados que el hecho en sí mismo. Incluso, cuando es necesario convierten a la víctima en victimario. “Si a ese dominicano/colombiano/boliviano/venezolano lo mataron fue porque se lo buscó”. ¿Cuántas veces hemos justificado una injusticia con esta frase? No hay dato que valga, ahora los referentes son el bulo, la desinformación, la noticia falsa y la manipulación. Todo, incluido el odio, vale en el nombre de Dios, de like y de view. Qué vaina!
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